domingo, 1 de junio de 2008

URUTAÚ

El hombre quedó un rato en la oscuridad,viendo las luces del ómnibus que lo había traído; el ronco sonido del motor se apagaba a medida que se alejaba. Era el único pasajero que descendió en aquél solitario lugar. Encendió la linterna y miró el reloj, dos y diez de la madrugada.
Tenía que caminar un largo trecho, poco más de tres kilómetros y seguro que llovería, a lo lejos los relámpagos iluminaban el cielo, y los truenos sonaban como viejos cañones. Sacó de su bolso de viaje un capote negro para lluvia, se lo puso, le llegaba hasta los tobillos, sonrió y se dijo: ualquiera diría que soy un cura".
Se colocó el bolso a modo de mochila, pasando los brazos por las manijas, tomó la linterna con la mano izquierda, y palpó con la derecha su pistola que la tenía en la cintura, con ella se sentía seguro.
Algunas gotas comenzaban a caer, eran grandes y la polvorienta tierra del camino absorbía rápidamente el agua, apuró el paso y pensó: "Si se larga a llover, este camino se pondrá muy pesado. Tal vez me de tiempo a llegar a mi casa".
Alumbró el costado del camino para ubicarse, pero ni falta que hiciera, pues el olor a estiércol indicaba que estaba cerca de los corrales de Don Meza, carnicero del lugar.
Pasando los corrales, el arroyo Itá- Curuzú cruza el camino. al costado izquierdo el cauce del arroyo es muy profundo; antes del puente de madera y sobre una barranca a la vera del camino estaban las dos cruces pintadas de blanco, una más pequeña.
Al verlas el hombre, mientras se persignaba, recordó el por qué de las cruces en aquel lugar y de los relatos del viejo alemán Don Gerber, con quién pasaba largas horas hablando.
El caso fue que años atrás cuando se construía la ruta nacional 12, su nuevo trazado y asfaltado, en ese lugar funcionaba un obrador y taller de la empresa contratista de la obra, allí vivía un pequeño grupo de obreros y maquinistas algunos con sus esposas e hijos.
Una de aquellas mujeres tenía una pequeña hija, ocurrió que la mujer, se enteró de la infidelidad de su marido, y al sentirse engañada, tomó a la niña y atándose con un pañuelo de seda el brazo al de la pequeña se arrojó a las aguas del arroyo en su parte más profunda, pereciendo ambas ahogadas.
Y, al decir del viejo alemán, en ciertas noches se puede escuchar el llanto lastimero de la infortunada mujer.
"Mirá señor, por tu cara veo que no crees nada de lo que yo te diga", decía el anciano con dificultad para el castellano, al ver la sonrisa del hombre. "Fue muy triste cuando las encontraron, me dio mucha pena" agregó.
La verdad el lugar encajaba para este tipo de historia, era sombrío, hasta tétrico, crecía al costado del camino un pequeño monte de tacuaras, que al soplar el viento producía extraños ruidos al rozar se las cañas entre sí. El caminante apuró el paso, aliviado porque la lluvia no llegaba.
De pronto, aquel grito, un lamento desgarrador, provenía sin dudas del arroyo. Un frío le recorrió la espala y el corazón le latía con fuerza. Cuando al fin se calmó en parte, se encontró tendido de bruces al costado del camino, y en el revolcón´había perdido la linterna, a tientas la encontró, se puso en cuclillas tratando de encontrar una explicación: " En este lugar no hay casa, alguien está maltratando a una mujer. ¿La historia del alemán será verdad?" pensó el hombre, eso no, era un incrédulo para esas historias.
De pronto el grito nuevamente, pero en otro punto del monte, y luego otro, y otro, más lejano aún, como contestando al primero. Ahora sí, comprendió todo. maldijo en voz alta y sonrió: "¡Maldito pajarraco! tremendo susto me pegaste". En ese momento recordó lo que le dijera su amigo Ojeda, un correntino jovial de risa fácil: "Si nunca escuchaste al urutaú, seguro que cuando lo oigas se te va a helar la sangre", y riendo de buena gana, hacía alusión a que algo le pasaría a sus pantalones.
El hombre se puso de pie sacudió sus ropas, ya más tranquilo siguió su camino se sentía distendido y hasta se diría feliz, y durante el trayecto a su casa sonrió varias veces.
Al llegar dirigió la linterna hacia la puerta de entrada y antes de introducir la llave en la cerradura, se dio vuelta y miró el camino por donde había venido, como si quisiera retroceder en el tiempo, cuando descendió del ómnibus, y dijo con un susurro: "Ahora sí, ya puede llover".
Aquel hombre se llamaba Miguel; el mismo nombre del autor de este relato, como que uno y otro son una misma persona.